No era la realidad. Sólo era un sueño. O al
menos eso era lo que Mike creía; ya con el paso del tiempo era un arduo trabajo
mental poder identificar aquellas características que esclarecieran cuál era la
simple realidad o cuál era un sueño.
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Su primera pista era lo confuso que era todo.
Sus ojos desorbitados recorrían con tedio la pequeña estancia. El pasillo era
totalmente blanco y daba un aspecto tétrico. Las baldosas que cubrían el suelo
hacían juego con los bombillos incandescentes que iluminaban el lugar con una
luz nívea. «¿Cómo llegué aquí?», se preguntó, sin recordar el por qué estaba en
un hospital.
Su hermano, Zac, dormía profundamente junto a
él en las sillas de espera. Con sus ronquidos sobresaltaba a las pocas
enfermeras que se encontraban en el mostrador del final del pasillo. Si estaba
en un sueño, era hecha de imágenes muy convincentes.
Algo no parecía cuadrar: su hermano. Era un
niño de diez años, lo cual era imposible porque en el presente Zac tenía dieciséis,
¿no? Al menos que ése lugar fuese el presente… La mente de Mike se liaba en un
manojo de dudas y confusiones. No podía
evitar engañarse. Como mucho de sus sueños, la imaginación tenía un poderoso
poder. Ahora, la situación era descubrir en qué tipo de sueño estaba: un
recuerdo, o algo sin sentido.
La respuesta fue respondida casi al segundo
en que se formuló a sí mismo la pregunta: miró al final del pasillo a su padre,
Sonny, con sus bien marcadas ojeras que lo delataban de no haber dormido en
bastante tiempo. Caminaba con aire taciturno hacia sus hijos. Tenía la mirada
hacia abajo, y sus brazos entrelazados yacían sobre su pecho. La caminata del
hombre era tan álgida y alicaída que parecía un zombi.
Fue un acto involuntario, pero Mike empezó a
despertar con unos golpecitos en el hombro a su hermano mayor, Zac. Éste se
despertó, aturdido y ligeramente consternado.
Cuando Sonny captó su afanosa mirada, la
desvió con suma incomodidad. A pesar de que el hombre estaba en una considerable
distancia, Mike logró ver el semblante de tristeza que guardaba su padre,
aunque también se notaba el esfuerzo que éste hacía para ocultar aquel
sentimiento bajo una máscara seria e inexpresiva. El hombre se acercaba con un
exasperante movimiento más y más a cada segundo que transcurría, unos segundos
que parecieron lo suficientemente imperecederos para que un mal augurio rodeara
a Mike como una serpiente que lo estrangulaba por el cuello.
Empezó a respirar entrecortadamente bajo la
presión de un miedo que le era casi imposible de reconocer, y ésta se intensificó
en el momento que su padre se situó justo frente a él. Zac no se notaba nada
incómodo; parecía que no sabía lo que sucedía, o en dónde estaba.
El sueño estaba cobrando vida, y Mike empezó
a recordar: sabía cuál era la razón de estar en un hospital, y el por qué el
aire parecía emanar cierta acongojes… Ya sabía lo que sucedía, y no le apetecía
remembrar, especialmente, aquel recuerdo. Sentía una vehemente urgencia de
despertar… Pero aquello no era su decisión.
Reminiscentemente, sabía que él y su hermano
habían recién llegado allí. Ya casi era la madrugada, pero eso no le importaba
a Mike; él había estado muy emocionado. En la noche anterior sus padres
salieron apremiadamente porque su madre ya estaba lista para tener a su nueva
hija… Una vecina llamada Lilly se encargó de cuidar a Zac y a él mientras
tanto, pero la euforia no les permitió dejarlos tranquilos en ninguna hora de
la noche, así que, más tarde, Lilly los llevó al hospital, regresando luego a
su casa. Sonny los dejó esperando, diciendo que tenía que estar al lado de su
madre mientras ésta concebía a su nueva hermanita. Algunas horas después, su
padre volvió.
—¿Quieren ver a su nueva hermana? —inquirió
el hombre con un falso entusiasmo bastante visible.
Zac se paró de su asiento con una reluciente
sonrisa, mientras que Mike vaciló antes de que sus pies tocaran el piso. Ahora
el miedo se incrementó por todo su cuerpo con un estremecimiento. Si tenía
razón, en ése recuerdo tendría unos diez años de edad, es decir, era un niño
inocente, sin ninguna idea de lo que había ocurrido.
—En éste mismo momento nos está esperando
—anunció Sonny, imitando infructuosamente la misma sonrisa que tenía Zac.
Mike empezó a seguir a su hermano y a su
padre. Caminaron por el pasillo en silencio, pero Zac todavía estaba muy entusiasmado.
Pasaban junto algunas puertas que sitiaban las paredes del amplio pasillo. Pero
Mike trató de ignorarlas, incluso cuando escuchaba algún extraño sonido que
provenía de ellas; sólo bajó la mirada y se concentró en dar un paso tras otro.
Apenas pasaron unos pocos minutos y Mike se
paró en seco cuando su padre y su hermano detuvieron su caminata. En el momento
que levantó la vista, notó que estaban en otro pasillo más estrecho donde la
pared de la izquierda estaba pintada de un llamativo azul claro y en la otra
pared se encontraba una gruesa ventana de vidrio que permitía la vista a una
habitación pintada de rosa. Lo primero que vio Mike fueron las varias incubadoras
—vacías y otras ocupadas— que rellenaban la pequeña habitación que estaba al
otro lado del vidrio. Se podía ver algunos bebés que lloriqueaban dentro de la
caja transparente, pero el sonido no resonaba al otro lado de la ventana, justo
donde se situaba Mike.
—En aquella incubadora se encuentra Allyson
—señaló Sonny mientras que punteaba con su dedo una incubadora que estaba en la
primera fila.
Mike vio el bebé que señalaba su padre: incluso
con un vidrio que los separaba, lo primero que vio fue unos bellos y resplandecientes
ojos verdes que le recordaban a las esmeraldas. El bebé se sacudía mientras que
lloriqueaba silenciosamente, pero aquellos ojos seguían con un espléndido
color. Eran parecidos a los ojos de Zac, pero los de éste no brillaban como lo
hacían los de… Allyson.
Empezó a sentir una esperanza de improviso…
Una sensación difícil de explicar, pero que estaba ahí, como un sentimiento
fuerte y perenne que combatió con el desasosiego. Mike sonrió por dentro con
una alegría efímera. Tristemente, él sabía que todo cambiaría para mal. Aún
estaba consciente que estaba en un sueño, y aunque quisiera no podría detener
el sueño y cambiar a otro mejor… No sabía hacerlo.
—¿Y dónde está mamá? —preguntó Zac después de
un minuto.
Mike también lo observó, comprensivo… Ya
había llegado la hora. Sonny suspiró de una forma abatida.
—Demos un paseo, ¿les parece? —dijo Sonny con
un susurro. Añadió con una ligera sonrisa—: Cuando regresemos, Allyson seguirá
aquí.
Y en un abrir y cerrar de ojos estaba en la
calle. Estaba nublado, y aunque el cielo se aclaraba, todo se veía con tenuidad
y mortecino. Mike y Zac caminaban al lado de su padre sobre la penumbrosa acera,
cerca del hospital.
Mike estaba asustado… No era una emoción
exactamente suya, porque eso era un paquete incluido en el sueño. No podía
moverse para ningún lado, ni tratar de escapar. Era un recuerdo de su mente;
algo que no se puede manipular para cambiarle el final que estaba a punto de
presenciar.
Al avanzar ciertos metros, Sonny se detuvo,
volteándose para darles la cara a sus dos pequeños hijos.
—Escuchen —repuso Sonny—, tengo algo
importante de que hablarles. Es de su madre —el hombre suspiró, exhalando en
seguida una larga bocanada de aire antes de continuar—: Esto es difícil de
decir, pero… Bueno, algo no salió bien —La voz de Sonny era baja y sosegada,
pero de algún modo parecía que el hombre estaba haciendo un esfuerzo para
controlar su voz—. Cuando su madre estaba concibiendo a Allyson, hubo una
complicación… Lograron salvar al bebé, pero su madre… ella…
»… Los doctores hicieron todo lo posible…
—balbuceaba, y ya no estaba calmado, sus palabras se quebraban, y, aunque Mike
sabía lo que sucedía, no podía evitar sentir pena por su padre… Hasta ahora,
jamás se había puesto a pensar que para Sonny aquélla noticia sería tan fuerte como
lo fue para Zac y para él.
Sólo por un instante, el hombre se quedó en
completo silencio, con una expresión agonizante y dolorosa. Mike se preguntó si
lloraría. Pero antes que nada, con un consumido murmullo, pronunció lentamente:
—Ella… Ella murió.
Cinco años y dos meses después, Mike
despertó. Tenía los ojos desorbitados y el vello de sus brazos estaba erizado. El
sol de la mañana se filtraba por las ventanas, pero su calor no alcanzaba a
vencer el inmenso. La noche pasada hubo una enorme ventisca de nieve, y Mike
estuvo varias horas con un incesante castañeo de dientes…
Chicago estaba bajo un feroz invierno… Ya se
acercaba el año nuevo, y el clima parecía descargar todo su poder como
respuesta.
Mike respiró acompasadamente, se acomodó en
la cama, y se abrigó todo lo que pudo con sus dos gruesos edredones. Respiró
con una fatiga penetrante y empezó a reparar en el sueño que recién había
tenido…
La muerte de su madre fue un deprimente
acontecimiento. Y aunque Mike jamás llegó a llorar por su terrible pérdida, no
podía evitar desear que el dolor parase. Media década antes había presenciado
el funeral de su madre con endeble estupor. Mike se sentía culpable por ello;
¿no debería haber llorado de una manera extremadamente exagerada? Su hermano,
Zac, lo hizo. ¿Acaso estaba lo suficientemente muerto por dentro para no
lamentarse de ello? Pero, Mike, luego de estremecerse, se deshizo de esa idea
de su mente… El hecho de no haber llorado no significaba en lo absoluto que no
estuviese dolido. Sufrió mucho, de eso sí estaba seguro. La gente,
compadeciéndolo, no dejaba de murmurar lo valiente que había sido. «Sí, claro,
muy valiente», pensó con sarcasmo. Nada de eso era verdad. No por mucho había
estado cerca de correr hacia su padre y gimotear como un niño reclamando a
gritos que su mami volviera. Sin embargo, no se lo permitió así mismo… Ya su
familia estaba sufriendo lo suficiente como para cargarle más peso.
Empezando desde muy pequeño, ya Mike tenía un
ingente instinto protector, y protegía, de cualquier forma posible —incluso
cuando no era necesario—, a ésas personas que realmente valían la pena. Por
ello, de una sutil manera, trataba no causarle problemas a Sonny. Si su padre
apenas advertía su existencia, mejor; para él sería misión cumplida. Lamentablemente,
era difícil permanecer invisible cuando había cualidades que te diferenciaban
de todos los demás…
De igual modo, lo más engorroso era, sin
importar lo que Mike hiciera, criar a Allyson… Apenas nació y ya todo se había complicado.
Sonny estaba perdido y solo. Era probable que su padre estuviera completamente
asustado. Sin ninguna idea de que iba a hacer con dos niños y una recién nacida…
Por suerte —realmente un afortunado evento—,
una hermosa señorita estaba en plena mudanza al vecindario donde Mike, Zac,
Sonny, y Allyson vivían. La nueva vecina los auxilió de una manera
extraordinaria, sin ninguna compensación a cambio. Se llamaba Lilly. Fue
aquella mujer quién, técnicamente, había criado a Allyson. Fue aquella mujer
quién se quedó con los tres niños casi todos los días mientras Sonny trabajaba.
Qué suerte había sido su llegada en el momento justo. Ella logró hacer los
cinco años próximos más fáciles y les brindó su mano cuando claramente se veía
que iba a ser un trabajo duro. Mike no sabía porque una mujer, joven, soltera y
hermosa como Lilly era tan servicial, pero gracias a Dios que así era.
Mike sonrió sin mucha felicidad, y miró el
reloj que aún tenía en su muñeca, y leyó: «4:47 a.m.» Sólo había dormido tres
horas, y como siempre, no estaba cansado. Nunca lo estaba, a decir verdad. Suspiró,
se hizo un ovillo bajo sus cobertores y cerró los ojos, haciendo un esfuerzo en
desactivar su mente por completo hasta volver a quedarse dormido.
A las diez de la mañana, Mike salió de su
habitación y bajó las escaleras. Se dirigió a la cocina, y vio a Sonny sentado,
comiendo un tazón de cereal con Allyson a su lado en la mesa. La niña, cumplidos
ya sus cinco años de edad, era una personita hermosa. El resplandeciente y
largo cabello rojizo de la niña brillaba como el agua bajo el sol; su rostro
con forma de corazón parecía a la de una adulta, pero su entusiasta sonrisa le
daba un encanto juvenil. Y ahí estaban los más bellos ojos que Mike alguna vez
haya visto: unos ojos verdes tan brillantes que daban la idea de que un par de
piedras esmeraldas reales estaban incrustadas donde se suponía que deberían
estar las iris.
Allyson, al ver a Mike, sonrió de oreja a oreja, se levantó de su
asiento y saltó a los brazos de su hermano, quien le dio un abrazo de oso.
—Buenos días —saludó Mike con un deleznable entusiasmo.
—Buenos días —respondió su hermanita con una voz aguda y cantarina que
repicaba como campanas.
La bajó de sus brazos. Luego, se sirvió un vaso de agua en el fregadero.
Tomó un sorbo, y sintió el frío líquido refrescando su garganta; no había notado
la sed que tenía.
Miró por la ventana sobre el fregadero y notó
la densa niebla que rodeaba la casa. Difusamente, sólo se veían el oscuro
contorno de las casas que conformaban el vecindario y el gran árbol que estaba
en el patio trasero, pero de algún modo se podía ver algunos endebles rayos de
sol que se filtraban de forma espectral en la densa niebla congelante. El suelo
se encontraba forrado completamente de blanco por la nieve que recién había caído,
y Mike compadeció a cualquier persona que tuviera la obligación de estar en esa
fría intemperie.
Por alguna razón, estuvo un gran tiempo con
la vista pérdida en el apagado paisaje, así que no notó que Sonny había
abandonado la habitación, y que Allyson, nerviosa, golpeaba su costado con
intención de llamar su atención. Mike regresó a la tierra y volvió la mirada hacia
su hermanita.
—Mike —musitó la niña con un encanto inocente
y tierno—, hace mucho frío allá afuera —Señaló la ventana con un gesto de
cabeza, haciendo al mismo tiempo una exagerada mueca con los labios.
—Sí, lo sé —contestó Mike, con el mismo bajo tono
que la niña.
—¿Y qué hay de Sam? Él está afuera —La voz de
Allyson subió una octava y contrajo su rostro como si la idea fuera repugnante.
—Pero no podemos ir a buscarlo, Ally —replicó
Mike con delicadeza.
—Pero ¿y si muere?
Mike suspiró, dándole otra mirada a la
ventana. La sola idea de salir con la neblina impregnando su piel, caminando
con dificultad por la nieve, sólo para traer a un perro no era algo que le
apetecía. Quería pensar que tal vez Sam hubiese encontrado un buen lugar para
refugiarse durante la noche, pero sabía que Allyson no se conformaría con la
esperanza, y, a decir verdad, él tampoco. Tomada la decisión, volvió a suspirar
y dijo:
—Está bien. Lo iré a buscar en el parque.
Pero tú tendrás que quedarte aquí, ¿está bien?
La niña asintió con una enorme y reluciente
sonrisa.
Mike subió a su habitación y se colocó una
sudadera, una cazadora y una gabardina. Si iba a salir con ese clima no iba a
dejar que el frío le afectara demasiado. Bajo las escaleras sin ver a Sonny en
ningún momento —si su padre lo veía, le prohibiría estrictamente salir de la
casa—, y no se preocupó por su hermano Zac, pues era muy temprano para verlo despierto.
Allyson lo esperaba en la puerta,
despidiéndose de ella brevemente, diciendo que volvería lo más rápido posible
con Sam en sus manos. No debió decir esto último, pues también era muy probable
no encontrarlo. Apenas salió de la casa lo golpeó una enorme corriente de aire
helado y empezó a caminar a regañadientes. Traspasó el pórtico y se dirigió a
la calle. Hacía un frío insoportable y casi Mike se veía obligado a castañear
los dientes. Sus manos se dirigieron a sus bolsillos de forma automática.
Para ser una ciudad muy poblada, no había ni
un alma en el camino, apenas se podía llegar a ver alguno que otro carro
deslizándose con precaución por la carretera. Caminar bajo la blancura gris de
la niebla daba un aspecto pavoroso y parecía una película de terror. Él
caminaba con un paso relativamente acelerado y el cansancio empezaba a apoderarse
de él mientras que un impalpable sudor frío anegaba su frente. Dobló a la
izquierda y, finalmente, estaba en la entrada del parque. Ahí el paisaje se
veía más atractivo: el sol brillaba ligeramente en un cielo cubierto de nubes. El
parque tenía un aspecto pacífico, como el de un lugar feliz. Era un espacio
bastante amplio, rodeado por un muro de piedra. Como todo, la nieve gobernaba
la superficie, pero esto hacía que las puntas de las copas de los árboles, que
se encontraban en distintos sitios del lugar, refulgieran como si una verdadera
beldad estuviese involucrada; algunas bancas, mojadas y deslustradas de un
viejo color verde, eran ocupadas por algunas personas sumamente abrigadas.
Mike había traído por primera vez a Allyson
hace ya dos años; fue cuando conocieron a Sam. Aquel día era cálido, según
recordaba. La niña tenía sólo tenía tres años de edad y era pura risas ante las
muchas flores y los animales que erraban por los árboles o por los suelos; ver
a su hermanita así siempre le daba un buen momento de regocijo. Pero al cabo de
un tiempo, sentados en la grama, Allyson empezó a llorar, tal vez de terror.
Fue cuando Mike cayó en la cuenta que un perro pequeño, con un lustroso pelaje
blanco con enormes manchas cafés y negros, se acercaba cautelosamente. No sabía
por qué, pero el perrito se notaba sumiso, apacible pero juguetón —incluso a
pesar de estar receloso—, pero Allyson igual lloraba, pues porque jamás había
visto un perro. Mike trataba de calmarla, mascujándole: «shhh, no tengas
miedo», pero esto no parecía tener ningún efecto en ella. El perro se acercaba
más y Allyson lloraba el doble. Mike acercó la mano cuidadosamente mientras que
se aseguraba que su hermana le viera. Tocó el suave pelaje del animal —éste
empezó a mover la cola con entusiasmo cuando apenas recibió el tacto— y Allyson
empezó a mirar al perro con extrañeza, debatiéndose en si tener miedo o no. Finalmente,
sonrió y tocó al perro, un poco vacilante pero luego se vio como carcajeaba de
la emoción.
Luego de aquello, ir al parque se volvió una
tradición entre Mike y Allyson, yendo cada sábado con el principal pensamiento
de ver a Sam. Mike, incluso, le había agarrado cariño al perro, y ésa era una
de las razones por la que tomaba el simple riesgo de congelarse allí afuera.
Miró de hito a hito y paseó un poco por el
parque esperando poder ver al pequeño perro Beagle.
Si lograba encontrarlo lo llevaría a casa, hasta que la tormenta finiquitara. La
razón de que no lo hubiese hecho antes era porque Zac y Sonny no querían un
animal en la casa.
Se estaba congelando, y cuando ya paso
dieciséis minutos buscando al perro, se rindió. Se cansó y ya se encontraba preparado
para ver la cara de tristeza de su hermanita. Caminó hasta la salida del
parque, y de repente tuvo una horrorosa sensación. Estaba incómodo, pero no
entendía la razón exactamente. Tenía la impresión de estar siendo vigilado,
como si toda persona que viera tuviera su mirada puesta en él, incluso cuando
eso no fuese verdad. Respiró hondo y trató de ignorar la sensación.
Recorrió varias calles y se vio obligado a
tomar un callejón. Era tan amplio que parecía una autopista, y por una esquina
se resguardaban media docena de indigentes, arremolinándose sobre un cubo de
basura que habían rellenado de periódico para luego prenderle en fuego. Empezó
a cruzar el callejón, pasando frente a ese grupo de indigentes.
Mike respiraba con más dificultad, la neblina
se volvía más espesa y el frío incrementaba. Detuvo su caminata un segundo a
mitad del callejón para tomar un respiro y antes de volver a emprender su
camino, alguien, un muchacho, se encontraba a unos metros frente a Mike. Era un
muchacho pelirrojo, con unas pecas doradas atiborrando sus pómulos, alto y,
según calculaba Mike, tendría como unos dieciocho años de edad. Su ropa estaba
algo rasgada, y no era una vestimenta apropiada para protegerse del frío que se
cernía sobre ellos, sin embargo, no parecía ni reparar en la temperatura. Tenía
una expresión divertida y ligeramente maliciosa, como si disfrutara de un espectáculo
en silencio. Sus ojos no se apartaban de Mike y seguían cada mínimo movimiento
que éste hacía.
—Hola —saludó Mike, vacilante.
El muchacho no pareció reaccionar, siguió en
la misma posición, con la misma estoica expresión.
Con una mirada de extrañeza, Mike optó por
seguir su camino. Iba a rodear al muchacho pelirrojo, pero una mano lo detuvo
desde la espalda, agarrándole el hombro con firmeza. Mike se zarandeó de un
respingo la mano, y al voltearse vio que era otro hombre. Éste era moreno y no tendría
más de treinta años. Tenía unas cejas tan velludas que casi se unían entre sí. Era
de cuerpo corpulento, y Mike no logró diferenciar si era por estar gordo o por
ser muy musculoso. El hombre tenía la ropa igual de cortada y desgastada que el
pelirrojo y su expresión también era similar.
Ambos muchachos no parecían ser pordioseros
como los que estaban en el extremo del callejón, quiénes observaban la escena
con gran curiosidad.
—No te vayas tan pronto —masculló el hombre
corpulento.
—Quédate un poco más —aludió el pelirrojo, a
espaldas de Mike.
—Lo siento. No tengo ganas de quedarme a
jugar —dijo Mike, impertérrito.
Quería volver a emprender la caminata, pero
el pelirrojo se interpuso en su camino.
—Déjame pasar —gruño Mike, empezando a
exasperarse.
No tenía miedo. Si iba a afrontar una pelea,
Mike sabía, sin importar con quién se enfrentara, que él saldría victorioso. No
era por ser engreído, pero sus dones le
daban una enorme ventaja, y no le importaba en lo absoluto tener que descargarlos
sobre aquellos hombres si era necesario. Si buscaban problemas, los
encontrarían.
—No creo que podamos permitirte irte de aquí
—refutó el hombre corpulento.
—No me importa. Déjenme pasar —dijo Mike, tan
tranquilo como si estuviese dándole la hora.
Los dos muchachos profirieron una carcajada
al unísono.
—Tú no estás en posición de darnos órdenes
—terció el pelirrojo, con un sentimiento de irritación escondida en sus
palabras.
—Es mejor que me dejen seguir mi camino antes
de que uno de ustedes salga herido.
—Ja, ja. Veo que te haces el valiente… Está
bien, te dejaremos pasar, pero antes queremos mostrarte algo, ¿te parece? —El
pelirrojo no espero respuesta. El hombre moreno se situó a lado de su
compañero, y ambos, con movimientos extremadamente sincronizados, sacaron de
sus respectivos bolsillos una daga, con sus hojas esplendentes por el gran filo
que ostentaban.
—¿Qué? Planean amenazarme con esas cosas
—preguntó Mike, sosegado e inmutable.
Los muchachos no respondieron. Dieron un paso
hacia atrás, le dirigieron una última sonrisa socarrona y tétrica, y antes de
que Mike pudiera siquiera reaccionar, ambos se llevaron las dagas a sus cuellos
al mismo tiempo, y acto seguido, se hicieron un leve y limpio corte en el
pescuezo. Los dos cuerpos ya sin vida cayeron al suelo con un sonido sordo. Mike
no le daba crédito a lo que acaba de ver, sin saber en qué pensar o hacer.
«¿Realmente acaban de suicidarse ante mis ojos?»
Jadeante, y con la boca abierta de la
impresión, reaccionó. Corrió la poca distancia que había entre él y los
cadáveres, y se arrodilló frente a ellos. Los cuerpos estaban en una posición
bocarriba. Sus ojos sin brillo estaban bien abiertos y de las manos derechas de
los jóvenes descansaban unas pequeñas
navajas de filo dentado.
—¡Ayúdenme!
¡Por favor! —les gritó Mike a los indigentes que estaban en la esquina del
callejón.
Éstos habían visto lo recién ocurrido con
impresión, y daba la idea de que tampoco sabían qué hacer. Parecían tener miedo
de acercarse. De todos modos, que ayuda podrían llegar a brindar.
El nerviosismo de Mike aumentaba, tanto que
ya empezaba a sudar dentro de los kilos de ropa que tenía puesta. Observó los
cuerpos y notó algo inusual: los cortes no parecían estar sangrando. En
realidad, estaban raramente secos, sin ninguna vislumbre de sangre. Pero algo
mucho más extraño empezó a ocurrir a continuación. Los cortes se extendían con
lentitud, se abrían como si de una boca se tratase, y después de un instante… hubo
una clase de explosión… Los cadáveres se rompieron como si fueran prendas de
ropa echas jirones. Mike saltó hacia atrás por la sorpresa. Cayó sobre el suelo
y su cuerpo liberó una descarga de aire que hizo que toda la nieve a su
alrededor se desplazaran por todos lados. Cuando la nieve empezó a disiparse,
Mike vio claramente lo que estaba a unos cinco metros de distancia frente a él.
Justo dónde debían haber estado un par de
cadáveres, ahora habían un par de… monstruos. Las pálidas criaturas se alzaron
con intención amenazadora mientras que Mike retrocedía arrastrándose hacia
atrás con puro miedo.
El grupo de indigentes ante ver esto,
escaparon, corrieron con gritos espantados e impactados, desapareciendo del
callejón sin obvios planes de regresar a ayudar.
Los dos monstruos eran enormes, corpulentos y
el doble de altos que Mike. No había ojos ni orejas en sus espantosos rostros
pálidos y sin cabellos, sólo tenían una nariz como dos rendijas a mitad de la
cara; los labios eran unas largas y finas líneas y detrás de ellas mostraban
muchos aguijones puntiagudos que se exhibían con orgullo como si fueran dientes.
Unas colosales alas parecidas a las de murciélago se alzaron como dos cortinas
desde sus espaldas, y sus manos y pies formaban extensos dedos que contenían
unas desgarradoras y largas garras asesinas. Una de ésas criaturas era de un
tono pálido y cobrizo como los bloques de ladrillo, en cambio, el otro era de
un color grisáceo, muy parecido a la nieve que los rodeaba.
Mike advirtió que una de ellas dio un paso
hacia delante en son de prepararse para atacar. El muchacho empezó a retroceder,
arrastrándose sobre el frío suelo, tratando vanamente de escapar. Quiso
levantarse, pero se resbaló y cayó de nuevo. Por primera vez, Mike tenía un
miedo tremendo.
Miró como los monstruos se acercaban en
relajados pasos, como si no se hubieran dado cuenta de la presencia de Mike. No
había forma de asegurarlo ya que no tenían ojos, pero sabía perfectamente que
ellos lo miraban de una forma parecida a un premio que había que ganarse, y
Mike empezó a darse cuenta de que no había forma de evitarlo. ¿Cómo podría
llegar a escapar de unas criaturas así? Ellos, seguramente, podrían correr muy
rápido con sus musculosas y largas piernas; y también podrían llegar a usar sus
enormes alas. Dejó de arrastrarse por el suelo y en un santiamén, vaticinaba el
hecho de que iba a morir. O al menos eso sentía que iba a pasar…
… Pero no hubo mucho tiempo para decir sus
últimas palabras, porque algo vino corriendo, apareciendo por detrás de él tan
rápido y tan pequeño que Mike no pudo identificar que era, pero eso se dirigió directo a uno de los
monstruos y saltó para atacarlo. El monstruo con piel pálida como la nieve
rugió con un alarido quejumbroso. Fue entonces cuando Mike notó que esa pequeña
cosa era un perro, blanco y con
manchas cafés. Era Sam.
Sam le había mordido a la criatura en la
pierna derecha, y, sorprendentemente, el perro no lo soltaba, incluso cuando el
enorme monstruo se lo sacudía con bruscos movimientos.
Mike se levantó del suelo y se dio cuenta que
el otro monstruo se dedicó a ignorar a su compañero y siguió avanzando hacia
él. Trató de pensar con claridad todo lo que estaba sucediendo, y, aunque toda
su mente estaba nublada por el miedo y desconcierto, se obligó a hacer el
intento de pensar en cómo podría escapar.
La criatura dio otro paso. «No hay tiempo», se
apresuró. En aquel momento se le ocurrió una idea desesperada. El cubo de
basura que habían prendido con fuego los indigentes para calentarse: podría
usar eso para golpear al monstruo. Pero el problema era que estaba en un
extremo del callejón, atrás de él. De igual modo, no importaba, sólo necesitaba
acercarse un poco.
Mike
le dio la espalda a la criatura y salió corriendo. Sintió los enormes pasos de
la criatura corriendo a zaga de él. Aunque estaba a siete metros del cubo de
basura aún prendido en llamas, Mike pensó que estaba en una distancia
suficiente. Ya no había necesidad de concentrarse, pues ya era algo que había
practicado con antelación. Con su mente, rápidamente obligó que una ráfaga de
viento levantara con ligereza el cubo de basura ignífero, y luego, con un
movimiento de brazos, lo dirigió al monstruo tras él. El cubo de basura lo
golpeó una…, dos…, tres…, cuatro veces consecutivas. Golpes impetuosos y
fulminantes que terminaron dejando a la grotesca bestia bamboleándose aturdida,
y segundos después, éste se desplomó contra el piso, inconsciente. Transcurrió
un cierto tiempo antes de que el alivio sumergiera a Mike de forma precaria.
Finalmente, sus poderes de controlar el aire a su disposición dieron sus
frutos.
Recordó que había otro monstruo. Lo vio aún batallando
contra el perro que no le soltaba la pierna con actitud empecinado. Sam lo
estaba distrayendo: era un excelente momento para escapar. Sin embargo, Mike no
podía hacerlo. El perro literalmente le había salvado la vida. Tal vez lo que
Sam estaba haciendo era una huera manera de ganar más tiempo, pero Mike sentía
una opresora obligación de regresar el favor y salvarle la vida al perro. Y, a
pesar de que tenía miedo, se convenció de que lo haría por Allyson.
Miró el cubo de basura que había caído al
suelo, cerca del monstruo inconsciente, y lo volvió a levantar con ayuda de una
fuerte brisa de viento que hizo aparecer con un pensamiento. Lo llevó al
monstruo número dos, y empezó a golpearlo con el cubo del mismo modo que lo
había hecho antes. Pero ésta vez, por alguna razón, no hubo el mismo resultado.
La criatura de piel rojiza gruñó, encrespado, y tomó con una mano al perro que
lo tenía agarrado por la pierna y lo arrojó pujantemente. Sam cayó a los pies
de Mike con un punzante gemido de perro.
—¡Corre! —gritó una voz ahogada, alguien
cerca, realmente cerca. Mike se sobresaltó, el grito era grave y masculino,
pero sonaba apaciguada, incluso cuando estaba sumida en jadeos y en cierta
desesperación. Buscó de dónde venía, pero sólo vio al horripilante monstruo
acercarse, avieso y rápido.
Sam se puso en dos patas y llamó la atención
de Mike, diciendo:
—¡¿Qué estas esperando?! ¡Sal de aquí!
¡Escapa! ¡Corre! —La boca del perro
se movía al tiempo que proferían ésas palabras.
Sam lo miraba con una sublime consternación.
Su hocico estaba contraído, mientras que sus ojos, generalmente inexpresivos y
dóciles, mostraban pánico.
—¡Corre!
—gritó por última vez.
Esas palabras se amontonaron en la cabeza de
Mike y sus sienes le empezaron arder. Todavía demasiado patidifuso, miró al
monstruo, y subconscientemente, casi como acto maquinal, se agachó, tomo el
perro en sus brazos, dio la vuelta, y corrió. Corría algo lento por la nieve,
pero la adrenalina que le aportaba el miedo le fue de gran ayuda. No se
permitió ignorar si la bestia los seguía. Miró sobre su hombro como el monstruo
desplegaba las grandes alas de murciélago, alzándose por los aires con un
enorme salto descomunal. Batiendo sus alas, empezó a seguir a Mike.
Los pulmones le empezaron a arder por el
cansancio que hacía correr con toda la fuerza que podía entregarle sus piernas,
que decepcionantemente, no era la velocidad suficiente que quería. Volvió a
mirar sobre su hombro y la bestia se acercaba muy rápido con un silencio
fantasmagórico.
Mike no quería parar de correr, pero él mismo
sabía que la criatura lo alcanzaría y que sus garras se clavarían en su piel.
Pero, de pronto, el monstruo que le seguía a
sus espaldas ya no era capaz de alcanzarle. Como un milagro, empezó a avanzar
muy veloz. Sus piernas tenían un movimiento tan… raudo, que prácticamente eran
invisibles. Su respiración se calmaba, casi como si estuviese caminando. Y, al
mirar atrás, el monstruo ya era sólo un punto flotante en lo lejos del callejón
vacío. Mike veía las calles fugazmente y nada más habían pasado unos segundos
cuando llegó a la calle enfrente de su propia casa.
—Guao, ¿cómo es que puedo correr así? —se
preguntó en voz alta, fascinado.
—Es un beneficio de tus poderes —le respondió
Sam, el perro que aún descansaba en sus brazos.
Mike se había olvidado por completo de él, y
que todavía lo tenía cargado en sus manos. Lo bajo al suelo con un poco de
desaire, como si el perro lo fuera a morder.
—Gracias por salvarme —le agradeció Sam, con
una voz demasiado profunda y aplacadora.
Mike trató de no inmutarse. Su mente estaba
muy abrumada, y todavía no podía conciliar la idea de que estaba frente a un
perro parlante. Recordó que hace un tiempo, cuando Mike veía a Allyson jugar en
el parque con Sam, la niña se acercó a él y le dijo:
—Sam me dijo
que eres alguien muy importante. ¿Eso es verdad, Mikey? ¿Eres famoso?
—¿Qué? No. Claro que no soy famoso —le
confesó, creyendo que su hermanita jamás le sería aburrida.
Y cuando no sabían que nombre ponerle al perro,
Allyson explicó que el perro le había «dicho» que se llamaba Sam. ¿Era posible?
Mike obviamente nunca le creyó a la niña… Pero ahora, sinceramente, estaba
cuestionando su cordura.
—Amm… De nada —logró decir, con voz quebrada
y vacilante. Luego preguntó—: ¿Acaso me estoy volviendo loco?
—No —dijo el perro, calmado—. Sé que está en
una posición muy confusa, y puede que todo se vuelva aún más confuso y extraño.
Pero no está loco…, a decir verdad, usted está tomando todo mejor de lo que
debería. No pareció haber estado asustado cuando esos Phobbs lo atacaron.
Mike exhaló varias bocanadas de aire, durando
unos instantes antes replicar:
—Creo que necesito sentarme. ¿Cómo fue que
dijo que se llamaban esas bestias?
—Phobbs
—repitió el animal.
Mike asintió, convencido de estar
trastornado.
—¡Llegaron! —exclamó Allyson, saliendo de la
casa por el pórtico con una enorme sonrisa entusiasta, corriendo directo al encuentro
con el perro parlante.
Sonny, su padre, salió también tras ella, siguiéndole
Lilly, la vecina de la casa de al lado. Zac no parecía haber despertado aún.
—¿Se puede saber en que estabas pensando al
salir con este clima? —le espetó su padre en tono de reprimenda.
Allyson se agachó y acarició la cabeza de
Sam, éste movió la cola, feliz, como si realmente fuera un perro normal. ¿Será
que se había imaginado todo y su conversación con el can no fue más que su
mente jugándole una cruel broma?
—Allyson nos dijo que fuiste a buscar a un
perro —dijo Sonny, algo ronco por la ira.
Mike no le estaba prestando atención. Estaba
todavía en un estado de shock. Le
acabaron de atacar dos enormes bestias e intercambio varias palabras con un
animal; estaba en todo derecho de estar paralizado de impresión.
Luego, Sonny se percató del perro con quién jugaba
Allyson.
—¿Sam? ¿Eres tú? —Su expresión estaba entre
anonadado y aterrado.
El can se quedó quieto en el suelo, pero no
contestó. Mike abrió los ojos como plato. ¿Por qué el perro no respondía? Si le
había hablado a él, ¿por qué no lo hacía con Sonny?
—Sí, él se llama Sam —afirmó Allyson, como si
estuviese respondiendo la pregunta que Sonny había hecho.
—Mike, me alegra que estés bien —interrumpió
Lilly, sin dejar de mirar su reloj de pulsera—, pero ya me tengo que ir.
Mike notó el tono alterado en la voz de Lilly
y su atención también vio como ésta temblaba con nerviosismo. Se preguntó por
qué estaba asustada.
—Nos vemos luego —dijo la mujer. Y acto
seguido, se fue para su casa.
Mike cerró los ojos. El miedo le carcomía el
estómago. Temía haberse vuelto loco y haberse imaginado todo lo ocurrido; pero
le asustaba más descubrir que todo era real… Pensó en si era buena idea
contarle a su padre, pero supo que sucesos tan rocambolescos como los que había
presenciado podrían tomarse como «imaginativos», y su padre tomaría medidas tal
vez algo desesperadas, por ejemplo, un manicomio.
—¿Qué haces aquí, Sam? —preguntó Sonny.
Mike abrió los ojos, sobresaltado. ¿Es qué
acaso Sonny estaba tan loco como él?
—Creo que ya sabes que hago aquí.
Cuando Sam habló, nadie, excepto él, pareció
haberse impresionado.
—¿Encontraron a Mike? —dijo Sonny, lleno de
preocupación.
—Sí. Lo acaban de atacar en un callejón cerca
de aquí. Por suerte, él parece saber defenderse muy bien. También me salvó la
vida a mí, cosa que debería ser al revés. Sus poderes están evolucionando más
rápido de lo que pensé —añadió como si fuese un tema del que uno debería estar
orgulloso.
—¿Ustedes se conocen? —preguntó Mike, pero su
voz estaba enflaquecido y casi sordo por lo seco que estaba su garganta.
Ahora que lo pensaba, el paseo al parque
siempre había sido exclusivamente un momento para Mike y Allyson, por lo cual,
Sonny y Zac jamás habían visto con sus ojos a Sam.
—Mike, ¿estás bien? —quiso saber Sonny, quién
estaba un poco turbado.
No supo responder a eso. Lu único que pudo
dar como respuesta fue soltar un indeliberado bufido que sonó más bien como un
débil silbido.
—¿Qué debemos hacer ahora? —le murmuró Sonny
a Sam.
—Pues tienen que irse de aquí —replicó Sam
con voz ajetreada—. Hacer lo que hemos planeado: mudarse a otra parte, un lugar
lejos de aquí. Irse a un pequeño lugar sería una excelente idea, un lugar donde
sea difícil de imaginar. Un pueblo serviría.
»Si atacaron una vez, es posible que vuelvan
más Phobbs por los dos Fraseres, así
que no pueden quedarse aquí. Tendrán que dormir en otro lado, como un hotel —El
perro parecía extrañadamente preocupado, y su voz estaba atosigada.
Nada tenía sentido para Mike. O al menos era
su mente abrumada la que no le permitía procesar nada. ¿Escuchó mal o Sam había
dicho «Fraseres»?
—Está bien. Nos iremos enseguida —concluyó su
padre.
Y empezó a empujar a sus dos hijos dentro de la casa.
Sam se quedó en el patio, esperando. Mike, tan aturdido como estaba, decidió
quedarse en silencio, y dejar que los adultos se encargaran de todo.